R.I.P.
Por un prejuicio menos
Bendita
ambigüedad la de éste título que parece satirizar la muerte. Ni falta hace
decir que esta actitud lejos puede quedar de la generalización, y menos si
fortuita, sin criterio. Sin embargo, en este caso murió un prejuicio que tenía
demasiado de “pre” y andaba justo de “juicio”, y por tanto debía morir así, en
un homenaje satírico donde su funeral facilita las rutinas.
Esta
pequeña introducción no es más que la conclusión de una mirada retrospectiva y
crítica a algo que me ocurrió ayer. Algo banal desde el punto de vista de hoy,
pero que no está de más analizar, si eso lleva a matar algún prejuicio.
Ayer
perdí, o mejor dicho extravíe mi móvil. Llevo unas semanas viviendo en una
ciudad francesa en la que nunca había estado antes y claro ocurre lo que
ocurre. Desconocimiento igual a temor, a sentidos híper sensibilizados, a comportamientos
demasiado racionales del tipo Sherlock.
El móvil, nuestros smartphones, que
de smart tienen más bien poco por
mucho que los queramos humanizar, se han convertido en la segunda década del
siglo XXI en el sustituto natural de aquel peluche que llevábamos a casa de la
abuela cuando nos tocaba quedarnos a dormir. Cuando el mundo te había
abandonado y “pelu” era tu única salvación, parte de ti, de tu habitación y su
olor, tu peluche te salvaría ante cualquier infortunio imprevisto a buen seguro.
Pues este es el móvil de hoy, el peluche electrónico que creemos inteligente, y
que posiblemente llegue a serlo, eso sí, en detrimento de la inteligencia de
sus portadores. La primera yo, ayer mismo.
Retomando
la aventura de ayer, la cosa es que desde que llegué al “nuevo mundo” ya había
mi cabeza (tan precoz como de costumbre) constatado que puesto que un 90% del
vecindario ronda los “veinti” y el otro 10% pertenece a un sector poco
privilegiado de la sociedad, no podía yo descuidarme un momento de mis dependencias
personales. Esa capacidad mía de rápidamente atar cabos precipitándose a
conclusiones poco certeras, volvió a fallar mandando señales de alerta con el
teléfono, que los jóvenes tenemos sed de tecnología, y la mía es la más fresca
(Iphone 6). Bueno, hablemos de hoy, en dos días ya está el Iphone 10 obsoleto, como nuestros
prejuicios más fósiles y menos juiciosos. Sin embargo, no quiero culpar a mi
juicio más de lo oportuno, pues al fin y al cabo las afirmaciones que ata en
vista de sacar conclusiones no son más que prejuicios que la sociedad impone
como publicidad subliminal, bien por interés o bien como protección de cómo
mecanismo de defensa para defendernos de ciertos peligros que rara vez existen.
Supongo, sin tratar de excusarme que este último sería mi caso. Quizás “el
nuevo mundo”, cuando todavía estaba por descubrir (cuando mi cabeza cavilaba
sobre mi futura vida en el país de las
baguettes), podría presentarse no sólo atractivo y emocionante, sino
también un tanto amenazador. Supongo también, que para sentirme capaz de
desenvolverme en él con soltura en una nueva ciudad y un nuevo idioma hacía
falta el factor miedo (en su justa medida por supuesto), se trata de mera
supervivencia.
Hablábamos
del móvil. Lo último que recuerdo es
estar en la cola de una boulangerie a
setecientos metros de casa leyendo
mensajes. Después de eso l’horreur.
Estaba claro, una cola en la panadería llena de jóvenes con mono de nuevos
aparatejos. Me habían robado mi “pelu”, había sucumbido a sus encantos en un
despiste de control tecnológico. Había pasado. Ya no te puedes fiar de nadie en
esta sociedad. ¿Y ahora qué? Francia, yo, sola, otro país, comunicación
interpelada por algún universitario con móvil nuevo. ¿Y mis contactos? ¿Y mis
fotos? ¿Y los videos y mensajes? Aquí entramos en otro tema sensible, el de
llevar en un bolsillo toda una vida “privada”. En ese momento abrí rápido
Facebook intentando comunicarme con alguien como en las pelis cuando buscan
vida extraterrestre. Y en ese momento pasó, me di cuenta de que mis
razonamientos lógicos se habían cortocircuitado y decidí mandar mi cabeza a
paseo (no sabéis que sensación más agradable).
La
llamada. Una señora francesa con su respectivo francés perfecto se asegura de
que soy la persona que ha perdido, repito: perdido su teléfono mientras
caminaba a casa. Resulta que una chica española y de mi edad. Repito otra vez:
Española y de mi edad (21), había encontrado mi “pelu” electrónico en el suelo
mientras hacía footing e inmediatamente se lo llevó a su casera para que
contactara conmigo. Pues no, ni habían sido los jovenzuelos de la panadería ni
mi móvil estaba siendo objeto de contrabando en una camioneta rumbo al
mercadillo del sábado.
Con
el móvil de vuelta y mi cabeza castigada sin pensar finalmente aprendí. No me
alegro del hecho de haber encontrado el móvil (ayer todavía sí, demasiado
reciente), sino de haber encontrado una dirección cerca de casa donde no sólo
encontré dos personas honestas, sino que encontré a Miriam y Valerie, con las
que tengo una cena pendiente en su casa y un entierro feliz, el del prejuicio
que tenía demasiado de “pre” y muy poco de “juicio”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario