lunes, 16 de noviembre de 2015

Historia de Dos Ciudades


                                         



Hace una semana me encontraba recorriendo París de arriba abajo en un fin de semana de amigas, gastronomía y turisteo que resultaron perfectos. El París más utópico se concentraba en una pintoresca carpeta donde el Sena, Montparnase o el Barrio Latino hacían de perfecto atrezzo. Sin embargo, hoy, esas fotos me incomodan, me repelen. El mismo cielo parisino quedó sumiso en instantes, o en varios disparos en este caso, al vigor del gatillo. 
París, ya no es la fiesta que cantaba Hemingway ni la Babilonia pretenciosa con la que la comparaba Fitzgerald, sino más bien, un Paris en decadencia manchado de sangre, miedo y amenaza como el que narra Dickens en aquella novela de contrastes titulada Historia de Dos Ciudades y al que ofrenda este pobre ciudadano frente al bar Le Carillon, uno de los afectados por la masacre.
Qué importante es conocer la historia, sino para evitar exterminios, para al menos reconocer que vivimos en el Día de la Marmota "proyectada", es decir, que a lo largo de generaciones seguimos tomando las mismas decisiones que ya sembraban guerras en tiempos del cólera, siempre fruto de la avaricia de poder y posesión. Parece que añoremos aquel instinto agresivo de unos antepasados que, poco dotados para la comunicación verbal, utilizaban la ley del palo para entenderse.
No me gustan los binomios porque tienden a ser discriminatorios para las minorías, pero en ocasiones resultan esclarecedores y, más aún, cuando escribes luchando contra una ira que no mira por terceros. El París de hoy me recuerda a dicha novela en su aura grisácea y doliente, pero también en su composición basada en el contraste. La oposición a París me falla pues, en este caso. ¿Con qué se corresponderían las dos ciudades?
Por supuesto no puedo pensar en Londres, pero tampoco en Siria, porque sería de una ignorancia y osadía descomunal enmarcar el terrorismo entre fronteras o religiones. Además, me falla también que en esta oposición no haya un lado venturoso, favorecido, como sí ocurre con la Inglaterra puntera y floreciente que narra Dickens en la novela. Pérez Reverte ya nos viene advirtiendo hace unos años, o unos artículos, que es absurdo pensar en bandos cuando hablamos de guerra, que en las trincheras perdemos todos; el apuntado, el apuntador, y hasta el que salió a comprar el pan. 
Lo que está claro es que hablamos de antónimos absolutos; de víctimas y verdugos, de laicismo y extremismo religioso, de opresión y libertad. Quizás el paso del tiempo haya matizado,  los términos o los medios con los que se ejerce la violencia, pero la realidad se asemeja bastante a la del Paris de la Revolución. A la guillotina se le llama ahora Kalashnikov, y las condenas a muerte han dejado de enfilar objetivos claros o delimitar un numerus clausus. El 13-N nos hace más vulnerables al desquitarnos de algo que sí ocurre en la novela, la notificación de tu condición de verdugo.
En el libro de Dickens, las dos ciudades parecen reencontrarse por medio de un juicio, en el que acusado y acusador exponen sus miras y defienden sus intereses mediante la palabra. Una sociedad carente en educación, valores y el conocimiento de lo ajeno nos convierte en carne de cañón y fomenta el adoctrinamiento y los extremismos. Como apunta Manuel Rivas en el artículo de El País Semanal del 15 de Noviembre, “yo no quiero tener un enemigo”, yo, prefiero amigos, y que sean bien distintos y tengan puntos de vista diferentes. ¡Qué viva la pluralidad!, ¡Qué vivan el inconformismo y la discusión! Ello será signo de recuperación intelectual. El postestructuralismo, el collage, el movimiento hippie o la multiculturalidad. Yo no quiero ver al mundo como dos ciudades ni como un ente monolítico que se une para condolerse.
Las armas volvieron a acallar las libertades con su estridencia y su tiranía. ¡Qué se las lleve Trump si las quiere!, en París han descolorido la bandera tricolor y han devuelto a La Marsellesa su instinto más mortuorio.

Dickens ya tintaba sus novelas de sátira, en este caso mediante el contraste, bien enmascarado entre una narrativa sublime que caricaturiza la decadencia parisina. Dickens era admirado por entenderse con los más ricos, con los más pobres y hasta con los que no eran queridos ni por unos ni por otros. En el fondo, Dickens también criticaba esta dicotomía absurda de dos ciudades, que no trae más que muerte y dolor al siempre más vulnerable ciudadano de a pie.

Manuel Rivas: http://elpais.com/elpais/2015/11/09/eps/1447070788_732313.html

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